Quintiliano, en su obra Institución
Oratoria, desarrolla una idea muy
querida en la antigüedad, de hondas raíces socráticas, la de que la excelencia en un arte no se alcanza a no ser
mediante la perfección del ser humano completo.
«En
tan inmenso mar sólo me parece que veo a Marco Tulio (Cicerón), el cual, a
pesar de haber entrado en él con una nave tan grande y bien equipada, amaina
velas, deja los remos y se contenta al cabo con enseñar con qué tipo de estilo
tiene que hablar el que ya es orador perfecto. Pero mi temeridad se esforzará
en tratar también de la ética que debe tener y considerar sus propias
obligaciones.» Inst. XII, proe 4
Su famosa definición de orador
encierra una teoría tanto de la retórica como del orador:
«Es pues para nosotros el orador que queremos
formar, tal como lo define Catón: un hombre de bien que sabe
hablar (vir bonus dicendi peritus).» Inst. XII,
Este vir bonus dicendi peritus
sugiere en cuatro palabras una auténtica y compleja caracterización del orador,
pues la carga semántica de cada una de ellas traza un retrato de un hombre íntegro, moralmente y psicológicamente, fundamentado a través del lenguaje. Así lo expresa en
este párrafo:
«La misma naturaleza, principalmente en aquello
que de manera especial otorgó al ser humano y con lo que nos distinguió de los
demás animales, no hubiera sido madre, sino madrastra, si nos hubiera
proporcionado la capacidad de hablar para que fuese compañera de los delitos,
contraria a la inocencia y enemiga de la verdad. Porque mejor hubiera sido
nacer mudos y carecer de toda razón que emplear en nuestra propia ruina los
dones de la Providencia.» Inst. XII, 1, 2
En su opinión, orador perfecto sólo
puede serlo el hombre de bien, porque supondría una contradicción con el propio
proceder de la naturaleza que alguien malo, es decir, con un defecto en su
propia esencia, pudiera ser excelente. Muy en línea socrática, como dijimos,
explica Quintiliano al orador perfecto como moralmente perfecto. Esto no deja
de llamar la atención en nuestra época, acostumbrados como estamos a exigir
especialización y disculpar lo demás en virtud de ello. Dejemos hablar a
Quintiliano:
«Considera más allá mi modo de
pensar. Porque no solamente digo que es necesario que sea hombre de bien el que
va a ser orador, sino que no puede ser orador sino el que sea hombre de bien»
Inst. XII, 1, 3
«Pues si nadie es malo si no es igualmente necio,
tal como no sólo lo dicen lo sabios, sino que también lo ha creído siempre la
gente normal, ciertamente nunca un necio llegará a ser orador» Inst. XII, 1, 4
«Finalmente,
por abreviar la mayor parte de la cuestión, supongamos, lo que de hecho nunca
puede pasar, un mismo grado de capacidad, de estudio y de erudición en un
hombre pésimo y en otro óptimo, ¿de cuál de los dos diremos que es mejor
orador? No hay duda alguna que de aquel que es también mejor hombre. Pues por
lo mismo, jamás un mismo hombre, siendo malo, será perfecto orador. Porque no
es perfecta una cosa cuando hay otra mejor que ella.» Inst. XII, 1, 9
«Porque nadie pondrá esto en duda, todo discurso
se dirige a que el juez vea lo que se expone como verdadero e intachable. ¿Y
esto lo conseguirá mejor un hombre honesto o uno malvado? Uno honesto, que
habla frecuentemente de cosas verdaderas y honestas… Por el contrario, a los
hombres malvados alguna veces hasta se les estropea la misma desfiguración de
las cosas por causa del desprecio que tienen de las opiniones ajenas y de la
ignorancia de lo que es justo.» Inst. XII, 1, 11-12
Esta posición es
tan genuina en él y tan honrada, que al pasar revista a los modelos que se
proponían en las escuelas de oratoria, especialmente Cicerón y Demóstenes, no
deja de someterlos a juicio.
«Ahora voy a responder a aquellas objeciones que
se me hacen como una especie de conspiración del vulgo. Entonces… ¿Demóstenes
no fue orador? Porque se nos dijo que fue malo. ¿No lo fue Cicerón? Pues muchos
reprendieron sus costumbres.» Inst. XII, 1, 14
«Pero si
a estos hombres les faltó la más alta virtud, responderé a quienes ponen en
duda si fueron oradores del mismo modo que los Estoicos si se pregunta si
fueron sabios Zenón o Cleantes o el mismo Crisipo, que fueron hombres grandes y
dignos de respeto, pero que no llegaron a conseguir aquello que la naturaleza
del hombre tiene por lo más excelente. Pues Pitágoras no quiso que le diesen el
nombre de sabio (sofós), como los que le habían precedido, sino el de amante de
la sabiduría (filósofo).» Inst. XII, 1, 19
«Sin embargo, acomodándome al
modo común de hablar, he dicho muchas veces, y lo volveré a decir, que Cicerón
es un orador perfecto… pero cuando sea preciso hablar con propiedad y
ajustándose a la verdad, diré que yo busco al mismo orador que Cicerón buscaba»
Inst. XII, 1, 19
Para Quintiliano, Cicerón se
encuentra cerca del ideal del orador
perfecto, aunque reconoce esos fallos de carácter que se le atribuían desde
la antigüedad, como su prepotencia, insolencia o afán de notoriedad. Sin
embargo, Quintiliano no lo propone, ni a él ni a Demóstenes, como encarnación
del ideal, sino acercándose al mismo de manera muy aproximada, digamos como
posibilidad humana real del orador perfecto, algo así como esos filósofos
estoicos que cita o cómo Pitágoras se llamo filósofo, amigo de la sabiduría,
cercano a la sabiduría, y no sabio, por humildad intelectual.
En último extremo,
la búsqueda del orador perfecto descarta la posibilidad de que a ese ideal
llegue alguien malo por imposibilidad antropológica y psicológica, debido a que
entra en contradicción su propia naturaleza con su actividad.
«Admitamos, sin embargo, cosa imposible por
naturaleza, que haya habido algún hombre malo consumado en la elocuencia; pues
con todo negaré que este fuera orador. Como tampoco llamaré valientes a los que
enseguida están dispuestos, pues la valentía no puede entenderse sino como virtud
(requiere término medio, discernimiento).»
Inst. XII, 1, 23
«Porque
nosotros no formamos cualquier tipo de instrumento forense ni una barata
cualidad de voz… (sino) una persona singular y perfecta desde todo punto de
vista, óptima en sentimiento y óptima en palabras.» Inst. XII, 1, 25
«Persuadirá mejor a otros quien se haya persuadido
antes. La simulación, aunque se esté muy pendiente, se descubre al final, y
nunca fue tal el poder de la elocuencia que no titubee y vacile siempre que
entren en contradicción las palabras con los sentimientos. Pero es necesario
que un hombre malvado diga lo contrario de lo que siente.» Inst. XII, 1,29-30
Se puede consultar mi artículo, del que procede este resumen, en “Guía de oratoria forense. El orador
perfecto”. Iuris nº 220, septiembre (II) 2014, 23-25.
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