Al orador/abogado se le presenta una objeción decisiva, la de si defender y cómo defender causas injustas o a los culpables conocidos y ciertos de delitos. En ese caso, se podría suponer que el abogado de parte sustentaría de alguna manera los actos delictivos o las injusticias que han cometido los inculpados. En esta consideración se encuentra el origen de algunos reproches a la retórica por parte de la filosofía, en tanto que esta última sólo defendería la verdad y la otra se acomodaría al contexto, aunque ambas no dejan de ser, sin embargo, afirmaciones retóricas.
Quintiliano, siempre atento a la
fórmula concreta de probar sus argumentos, razona primero exponiendo claramente
la objeción:
«Pero me parece que ya estoy oyendo a algunos
(porque nunca faltará quien quiera ser más bien elocuente que hombre de bien)
que me dicen: Pues ¿para qué es tan grande el arte de la elocuencia? ¿Por qué
hablas de los adornos del discurso, de la defensa de las causas complicadas,
alguna vez también has hablado de la confesión del reo, a no ser que alguna vez
la fuerza y la capacidad de hablar triunfen sobre la misma verdad? Porque un
hombre de bien no defiende sino los pleitos justos, y estas tienen defensa
bastante en la misma verdad, incluso sin entrenamiento retórico» Inst. XII, 1,
33
Y esta es su respuesta:
«Porque si
muchas veces es acto heroico matar a un hombre y alguna vez es cosa muy honrosa
matar los hijos, y si se permiten hacer cosas aún más terribles de decir si lo
exige el bien común, no hay que considerar aquí solamente la causa que defiende
un hombre de bien, sino que hay que mirar también por qué razón y con qué
objeto la defiende.» Inst. XII, 1, 37
«Además de esto, ninguno pondrá
duda en que si los delincuentes pueden de alguna manera cambiar su modo de
pensar para enmendar su vida, como a veces se concede que lo pueden hacer,
estará más en el interés del Estado el salvarlos que el castigarlos. Por tanto,
si el orador ve claro que este, al que ahora se acusa de delitos ciertos, puede
llegar a ser un buen hombre, ¿no procurará sacarle libre?» Inst. XII, 1, 42
Esto es lo que permite defender causas que pueden ser consideradas improcedentes,
injustas o incluso malas moralmente, en tanto que el orador atiende no sólo a
su propio carácter moral, sino también a la propia causa y a con qué objeto se defiende la persona implicada en
ella. Porque defender a un asesino para conseguir justicia es loable acción, no
ya por los efectos que produjo el inculpado, sino por el bien que se deriva de la finalidad de la acción de la defensa.
Si viviéramos en el mundo ideal
platónico o en el exacto y claro de las matemáticas y la lógica, no habría
problema, pero vivimos entre humanos, donde la verdad resulta en innumerables
ocasiones inverosímil.
«Pero también es necesario dar reglas, y enseñar
de qué manera han de tratarse las cosas que son dificultosas de probar. Porque
muchas veces aun las mejores causas se parecen a las malas, y un inculpado
inocente es acusado de muchas cosas que tienen apariencia de verdad; de donde
resulta que debe ser defendido observando el mismo método que si fuera
culpable. Además de esto, hay innumerables cosas que son comunes a las causas
buenas y a las malas, como son los testigos, los documentos escritos, las
sospechas y las opiniones. Y los hechos verosímiles se prueban y se refutan del
mismo modo que los verdaderos. Por esta razón se dirigirá el discurso, según el
asunto lo requiera, conservando siempre una recta intención.» Inst. XII, 1, 45