miércoles, 24 de septiembre de 2014

EL RUBOR AL HABLAR. CARTA XI DE SÉNECA A LUCILIO

(Traducción propia del original latino)


He hablado con tu amigo de buena índole. Este, desde sus primeras palabras, mostró cuán gran espíritu, cuánto ingenio tiene, cuánto ya ha avanzado. Nos agradó de entrada, y respondió a ello. No habló preparado, sino de improviso. Cuando reflexionaba, apenas podía reprimir la vergüenza, buen signo en un  adolescente. Ciertamente, el rubor le surgía de lo profundo. Esto, me parece, incluso cuando se afiance su carácter y lime todas sus imperfecciones y se haga sabio, le continuará ocurriendo. Ninguna sabiduría  quita las imperfecciones naturales del cuerpo. Lo grabado e ingénito se suaviza con el arte, pero no se vence.

Algunos que aparecen frecuentemente en público sudan, como los cansados o acalorados; a otros, cuando hablan, les tiemblan las rodillas; a aquellos los dientes les rechinan, les titubea la lengua, se les mueven sin control los labios. Esto no lo evita nunca ni la disciplina ni la costumbre, sino que la naturaleza ejerce su fuerza y con esa falta castiga incluso a los más fuertes.

Sé que este rubor aparece súbitamente en los hombres más graves también. Ciertamente, sucede más a los jóvenes, en quienes hay más calor y más sensible rostro, sin embargo, alcanza a los adultos y a los ancianos. Algunos han de ser más temidos cuando enrojecen, como si dejaran escapar toda su timidez. En esos momentos, cuando la sangre le invadía la cara, Sila era violentísimo. Nada había más plácido que el rostro de Pompeyo; siempre enrojecía frente a la multitud, incluso en las asambleas. Recuerdo que Fabiano enrojeció cuando se le trajo al senado como testigo, y le favoreció ese pudor. No sucede esto por debilidad mental, sino por la novedad de la cosa, la cual, a los que no están ejercitados, aunque no golpea, mueve  con facilidad por natural tendencia del cuerpo. Pues  así como unos tienen una sangre vigorosa, así la de otros es ardorosa y móvil y rápidamente afluyente al rostro.

Esto, como dije, no lo corrige ningún saber. De lo contrario, si arrancara todos los vicios, tendría el mando sobre la naturaleza. Aquellas características que nos asignó nuestro nacimiento y la temperatura del cuerpo, aunque de muchas maneras y durante mucho tiempo el espíritu lo haya intentado componer, permanecerán con nosotros. No se pueden evitar, igual que no se pueden incorporar. Los actores, que imitan sentimientos, que expresan miedo y nerviosismo, que representan tristeza, con este gesto imitan la vergüenza: abajan el rostro,  bajan la voz, fijan los ojos en el suelo y los abaten. No pueden hacer aparecer el rubor en ellos mismos: no lo pueden evitar ni lo pueden provocar.  El saber nada puede contra esto,  nada ayuda.

Ya reclama la carta su conclusión. Recíbela, deseo que te sea útil y saludable para reforzar el ánimo: “Debemos amar a algún hombre bueno y tenerlo siempre ante los ojos, de manera que vivamos como si siempre nos estuviera mirando y hagamos todas las cosas como si nos estuviera viendo”. Esto mandó Epicuro. Nos dio un guardián y un pedagogo, y no en vano. Gran parte de los pecadores se evitarían, si los que van a pecar tuvieran un testigo. Que el alma tenga a alguien a quien respete, en la autoridad del cual haga su santuario interior más santo. ¡Oh feliz aquel que no solo por la presencia, sino mediante el recuerdo ayuda a otros!¡Oh feliz quien respeta a otro de tal manera que  también ante su recuerdo se regula y ordena! Quien así puede respetar a alguien, pronto será respetado. Elige a Catón. Si te parece demasiado rígido, escoge a Lelio, hombre de templado espíritu. Elige a aquel que te agrade debido a su vida, a sus palabras y al mismo espíritu que se refleja en su rostro. Tenlo siempre presente como guardián y ejemplo. Es preciso  tener a alguien a quien referir nuestras acciones; no puedes corregir algo defectuoso sin una regla.